6 de septiembre. Un día de 30 horas no es lo usual. Salí de Frankfurt a la tarde y conseguí dormir un par de horas de siesta en el avión. Cuando llegué al aeropuerto JFK recién anochecía. La cola para el control de pasaportes era larga. Cuando tocó mi turno, el oficial de inmigración me dice que llené las casillas erradas. Siempre lo mismo. Perdí otros cinco minutos pero no pasé de nuevo por la fila larga.
Dígito pulgar derecho, dígito pulgar izquierdo, scanner del pasaporte, foto y adelante. Dentro de todo hicieron rápido. No despaché equipaje, así que a la media hora de haber aterrizado ya estaba oficialmente en Estados Unidos.
Hasta Jamaica Station no tuve casi ningún problema. Pagué el boleto con los pocos dólares que le cambié a un turista alemán que luchaba contra la expendedora de billetes. Las tarjetas de débito europeas no aceptan un gasto en Estados Unidos de apenas 5 dólares, así que no queda otra que pagar en efectivo. Compré una metro card para andar en subte y seguí las instrucciones para llegar al depto de mi amiga Lisa en City College. El viaje en subte me pareció interminable.
Finalmente salgo del subte y veo Nueva York por la primera vez, de noche, después de la lluvia, con calor y humedad y en un barrio decadente rodeado de latinos. Podría estar en Santo Domingo, pero la arquitectura no tiene nada de latinoamericana.
Cuando llego al depto de Lisa toco el timbre pero nadie responde. Intento llamarla pero me encuentro con un nuevo problema: mi económico celular europeo es incompatible con la red de Estados Unidos. Busco un teléfono público y me encuentro con un nuevo problema: necesito cambio en monedas. En un restaurante chino consigo que me cambien un dólar. Llamo a Lisa y me dice que la espere en casa, que si su compañera de piso no me abre la puerta, ella llegaría en unos minutos.
Vuelvo a su edificio y esta vez una chica me abre la puerta. Por la cara que tenía, se nota que se acababa de despertar.
Lisa me encontró semidormido sobre el sofá. Sigue siendo la chica encantadora que conocí un año antes en un bar tibetano dando clases de inglés. Me preguntó si estaba con ganas de escuchar jazz con un par de amigas suyas. Le dije que vine a conocer Nueva York, no a dormir.
Fuimos en taxi, en dirección a Harlem, hasta un pequeño pub. Tocaba un grupo de músicos al parecer de Mali, de Niger y de NY. Un par de africanas se contorsionaban rítmicamente cerca del escenario. El bar no estaba muy lleno y nadie fumaba. Fusión de jazz con ritmos y letras de África Occidental. Ambiente cordial y consumo moderado de alcohol.
La música era simplemente fantástica.
Lisa me preguntó si me gustaba el lugar. No pude menos que responderle con una gran sonrisa.
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