viernes, 9 de noviembre de 2007

París bien vale una misa


2 de noviembre. París no fue un caso de amor a primera vista. La visité por primera vez durante unas vacaciones familiares cuando tenía 18 años. Recuerdo haber notado adolescentes besándose sin entusiasmo y fumando con la mirada perdida, un metro nauseabundo, los turistas abarrotados en cada esquina, la mala comida en el hotel y su insolente jefe de cocina ajeno a cualquier idea de customer service, los chubascos de cada día al caer la noche y la omnipresente estructura fría de la Tour Eiffel. Me parece que los dos mejores recuerdos de esa visita fueron el estar solo con mi padre una tarde soleada en Montmartre, mientras el resto de la familia hacía compras, y el poder ver Jour de Lenteur de Tanguy en el Pompidou.
Las siguientes visitas me fueron cambiado mis impresiones. Fiestas en casa de amigos, escuchando a Jorge Ben y degustando esa moqueca de camarão que preparó mi amigo Dante justo antes de que yo cerrase la puerta de casa con la llave del lado de adentro, aquella cena con Natalja en el restaurante Julien y el encuentro para ir juntos al D'Orsey justo el día que estaba cerrado, otra vez que terminé tocando música funk en el subsuelo de un pub, una tarde con Paola y otros amigos en el museo de Arts et Metiers, la misa en la Madelaine un día antes de que Connie diera a luz a Zoë, aquella fiesta de cumpleaños con Naia y Olivier, las largas caminatas solitarias sin guías y sin rumbo definido, en primavera y en otoño, por los jardines, cementerios, patios internos y puentes sobre el Sena. Decir hoy que París me gusta es ser tacaño con los elogios.

Viernes a la noche. Me cuelgo hablando con Julia en su casa de muñecas (minúscula pero bien ubicada) hasta que se nos hace tarde. Paola me espera con sus amigas abogadas en un restaurante bizarro para comer fondue de queso y beber vino en biberón. A quién se le ocurre. Practico mi francés primitivo con Leia y vuelvo a casa de mi anfitriona, a ponernos al día con vino, queso y la música de Francis Cabrel. Sábado no muy temprano salimos a comprar provisiones: queso y vino. Almorzamos religiosamente escargot y canard frente a una iglesia. Decimos nuestra oración antes del primer bocado: la vida es demasiado corta para tomar vino de baja calidad. Amén.
El domingo finalmente conozco a Zoë y a Maïa, las hijas de Connie y Marce. Mateamos y comemos panqueques con dulce de leche. Nalbandián le acaba de ganar a Nadal. Tarde argentina, lo que se dice. Bien vale una misa de acción de gracias.